D.C., un director cincuentón de una de los grandes fabricantes de alimentos de Argentina, suspendió sus vacaciones de enero. Se quedó en Buenos Aires, intuía, desde que Guillermo Moreno dejó el gobierno, un verano complicado. En sus oficinas, en la casa, en todos lados chequeaba su Samsung de pantalla táctil a cada instante. Por eso, la mayor devaluación del peso en 12 años lo agarró en estado de alerta. El 22 de enero, cuando el dólar subió de 6,87 a 7,14 seguía por las webs de Clarín y La Nación el minuto a minuto de la devaluación que el gobierno, como lo aseguraban sus funcionarios, venía resistiendo desde 2011. Al día siguiente, el valor del dólar escaló a 8,02: 17% en 48 horas. Cuando le sonó el celular y vio en la pantalla el contacto de un proveedor, D.C. ya se imaginaba lo que venía.
El proveedor le vende a D.C. envases de cartón. Esa mañana del 23 de enero lo llamó y le dijo: voy a dolarizar los precios. El argumento era que su insumo era una materia prima con cotización internacional. Y de un saque subió automáticamente un 17% los precios de sus envases.
Minutos después sonó de nuevo el Samsung de D.C. El fabricante de envoltorios de plástico le informó que dolarizaba los precios porque producía un derivado del petróleo, que cotiza en la moneda de Estados Unidos. Entonces D. C. se apuró en buscar al proveedor de envases metálicos. Quería primerearlo, anticiparse para tener margen de negociación.
-Te tomo el pedido, pero no tengo precio –le contestaron.
-¿Pero cuánto me vas a cobrar? –preguntó desde sus oficinas de La Boca.
-No sé. Al precio del dólar del día de entrega. Y pagame cash.
D. C. no está acostumbrado a que le exijan pago en efectivo. Su empresa es grande, emplea a 2.000 personas. Con el argumento de defender al consumidor, el gobierno de Cristina Kirchner ha empezado a llamar a los proveedores de esa y otras compañías de alimentos para que moderen sus aumentos. Pero ante aquel primer cimbronazo por la devaluación, D. C. citó a un empleado del área de compras para preguntarle por los productos importados que ellos comercializan en Argentina y que debían abonarlos en divisas. Quería saber cuánto stock tenían guardado. Lo inquietaba saber cuánta mercadería ya estaba viniendo en barco desde EE UU, México o Brasil. Después empezó a pensar cuándo aumentaría sus propios precios.
Dos semanas después me recibe no en la Boca, sino en el microcentro, en las oficinas de la consultora de prensa que contrata su compañía. Viste una camisa a cuadros y un pantalón azul de vestir. Cada tanto el celular vibra sobre la tapa de un libro de lomo negro que habla de la Gestapo. Fue un diálogo franco en el que, de todos modos, D.C. repetía el libreto del empresario crítico del kirchnerismo. Hasta habló de “los planes Trabajar”. Es probable que D.C. no se haya referido a los 100 mil subsidios que distribuyó el gobierno de Carlos Menem cuando el desempleo rondaba el 15%, sino a las 3,5 millones de asignaciones universales por hijo que ha distribuido el actual gobierno con la condición de que los desempleados (6,4%) y trabajadores en negro (34%) envíen a sus niños a la escuela y a los controles sanitarios.
Y con el tono elevado, apresurando las palabras, dice cosas como estas:
-Si vos tenés 30 pesos en el bolsillo, yo quiero todos tus pesos, todos. Hago productos para que vos me compres. Yo no soy un cura o pastor evangélico, soy un empresario.